Japón posee uno de los sistemas de salud más eficientes y equitativos del mundo (OECD, 2019). Sus orígenes se remontan a la década de 1930, cuando se estableció un programa de seguro de salud obligatorio. Sin embargo, fue tras la Segunda Guerra Mundial, durante la ocupación estadounidense, que el sistema tomó su forma actual, convirtiéndose en un modelo de cobertura universal financiado a través de un esquema mixto público-privado (Ikegami et al., 2011).
La estructura del sistema japonés se basa en dos pilares principales: el Seguro de Salud de los Empleados, que cubre a los trabajadores de empresas, y el Seguro Nacional de Salud, que protege a los trabajadores autónomos, desempleados y jubilados (Hashimoto et al., 2011). Ambos regímenes requieren aportes tanto de los afiliados como de los empleadores, con subsidios gubernamentales que representan alrededor del 25-50% de los costos totales (Ikegami, 2014).
Una característica destacada del modelo japonés es la libertad que tienen los pacientes para elegir a cualquier médico o establecimiento de salud, sin necesidad de referencia previa (Yoshida & Riedel, 2012). Esto les otorga un alto grado de autonomía y flexibilidad en el acceso a servicios especializados. Asimismo, el gobierno establece una tabla de precios uniforme para todos los servicios, ejerciendo un estricto control sobre los costos (Ikegami & Campbell, 2004).
Entre los principales logros del sistema de salud japonés se encuentran los excelentes indicadores de salud, como una de las esperanzas de vida más altas del mundo (promedio 84.7 años) (OECD, 2021), bajas tasas de mortalidad infantil (Horiuchi et al., 2016) y una elevada satisfacción de los usuarios (Tamura et al., 2010). Sin embargo, el envejecimiento poblacional y la escasez de personal médico en algunas especialidades representan desafíos emergentes que el país deberá abordar en los próximos años (Nishi & Tamiya, 2017).